La navaja

No sé exactamente cuándo fue la primera vez que lo pensé. Quizás fue una de esas ideas que le crecen a uno dentro poco a poco, casi sin darse cuenta. Una idea invasiva, como una enfermedad autoinmune, que lo va carcomiendo a uno por dentro, sin percatarse. Como el agua del mar que humedece progresivamente las paredes de los hoyos que los niños hacen en la orilla, lenta, pero inevitablemente, hasta el colapso completo, hasta que ya no se puede hacer nada para evitarlo. Como un gusano que se alimenta de una manzana, dejando su piel intacta, tersa e impoluta, pero llenando su interior de podredumbre y desechos. No sé cuándo fue la primera vez que lo pensé y, sin embargo, sí recuerdo nítidamente el momento en que sentí que ya formaba parte de mi ser. El evento concreto que despertó en mi interior la conciencia plena de dicha idea. El momento del derrumbe.

Era de noche y estaba oscuro. Volvía a casa del trabajo. Cansado. Terriblemente agotado. No podía pensar en nada. Sólo quería llegar a mi cama. Y dormir. Dormir sin sueños. Las calles estaban vacías, como siempre. No se escuchaba nada. O casi nada. A lo lejos, como un eco dormido en la oscuridad, se escuchaban algunas cosas. Un silbido intermitente, una especie de chasquido áspero y brusco, mezclado con el susurro de unas palabras que no podía identificar. Y suave, tan suave que tan sólo era audible gracias a la noche, un maullido. Cuando vi al hombre agachado llamando al gato, me paré con brusquedad. Y me escondí. Tampoco sé a día de hoy por qué lo hice. Quizás fue miedo. El miedo a que aquel borracho nocturno pudiera hacerme daño. Quizás fue simple curiosidad. El deseo puro y sencillo de conocimiento. El ansía de saber. De observar sin ser visto. O quizás, y me aterra el pensar que pudo ser eso, presentí lo que estaba a punto de suceder.

El hombre llamaba al gato con un cariño inusitado. Lo llamaba con sonidos, pero también con su cuerpo. Le hacía pequeños gestos con las manos. Movimientos lentos y acompasados como si estuviera meciendo una cuna o dirigiendo la mejor de las orquestas. Movía sólo sus manos y el resto de su cuerpo estaba inmóvil, en cuclillas, haciéndose pequeño, menguando ante el gatito negro que se le acercaba paso a paso, parando a veces, incrédulo, quizás. Quién sabe que estaría pensando aquel receloso animal callejero. Quién sabe qué pensó cuando, una vez que estuvo al alcance de aquel hombre, este le pateó el costado con toda la fuerza de la que fue capaz. Y quién sabe por qué se fue desprendiendo con aquella naturalidad de su humanidad, con cada golpe, con cada quejido de parte del gato, sin parar, sin cesar ni un ápice. Y quién sabe por qué me fui en silencio, sin intervenir, dejándolo allí en lo más terrible y abismal de la noche, haciendo trizas un cuerpo inocente. Y mi conciencia.

Desde esa noche. Desde aquella terrible noche de pesadilla, lo pienso. Cómo puede el ser humano confiar en sus iguales. Cómo se puede confiar en las palabras y las acciones de los hombres, si uno no puede jamás ahondar en los más escondidos secretos de sus almas. Cómo puede uno saber si el taxista que lo lleva a uno a su destino, amable y educado, comentando las noticias que se escuchan en la radio, cómo puede uno saber que no va a secuestrarlo. Que no va a llevárselo tan lejos que nadie pueda encontrarlo. Cómo puede saberse. Cómo puede uno saber que el camarero que lo atiende, complaciente, siempre con una sonrisa, cómo puede uno saber si escupirá o no en su comida al llegar a la cocina. Cómo puede uno saber que no va a envenenar su cerveza. Que el regusto amargo que uno siente no es el más mortífero de los venenos. O peor. Cómo puede confiar uno en los maestros de sus hijos. Cómo puede saber que no inculcará en sus mentes, ideas pérfidas y horribles. Que no llegaran sus descendientes un día a casa con el ánimo asesino de aquellos que no creen en la igualdad de todos los seres humanos de la tierra. Que no enterrarán en sus cerebros el amor ciego a la patria, la llamen dinero o estado. Qué no borrarán su espíritu creativo y curioso y dejarán sólo una figura de arcilla y mentiras hecha con el mismo molde usado para el resto de sus compañeros. Cómo se puede confiar.

Por eso, por esta insufrible falta de confianza que siento, por este temor insoportable que me embarga. Por eso estoy temblando. Y miro la navaja y miro sus ojos. Y busco una pista que me diga. Tranquilo, no pasa nada. Puedes confiar en mí. Y busco esa luz en las pupilas sombrías. Y la busco y no encuentro nada. Y mientras, sigo temblando y sigo mirando la navaja. El filo cortante e incisivo. Y siento los dedos fríos en mi cuello. Y siento la muerte que me acecha. Y el tajo que no llega, que se hace de rogar, que no ocurre todavía. Y las palabras que oigo y que no escucho. Y la risa lejana. Y el aliento en mi cara. Hazlo ya, barbero, hazlo ya. Líbrame de esta agonía.

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