A Irene, Andrés, Pilar, Teresa y Rosa.
La primera persona que notó algo diferente en mí fue mi madre. Sin embargo, tardó bastante tiempo en comentarlo con alguien más. Yo era su primer hijo y ella tenía, como la mayoría de las primerizas, un gran puñado de miedos e inseguridades, condimentado con la terquedad de querer demostrar su solvencia cuidando de su bebé. Además, yo iba creciendo sano y fuerte, así que no veía motivos para preocuparse en exceso. Con todo, siguió vigilándome y observándome en todo momento y, cuando ya no pudo negarse más a sí misma que mi condición era, por lo menos, insólita, fue cuando buscó una explicación.
Vivíamos en un pequeño pueblo a la orilla del océano. No había más de treinta casas organizadas alrededor de la plaza del ayuntamiento, donde también se encontraba la iglesia, y un pequeño puerto donde podían amarrar, a lo sumo, una decena de embarcaciones. Mi padre, como la mayoría de los hombres del lugar, era pescador. Él, junto al resto de sus compañeros, salía a faenar de madrugada y no volvía a puerto hasta mucho después de la salida del sol. Mi madre, mientras tanto, sufría todas las noches su ausencia, en un duermevela constante e intranquilo en el que intercalaba las oraciones por su marido y las nanas con las que intentaba que yo me quedara dormido.
El problema era que ella no veía que yo durmiera. Siempre que se despertaba y se acercaba a mi cuna, me veía allí tumbado, a veces haciendo ligeros movimientos, otras veces completamente quieto y relajado, pero en todas las ocasiones en las que se detenía a mirarme, mis ojos estaban abiertos.
Nuestro pueblo era tan chico que no teníamos ni médico. Este vivía en otra población cercana y, una vez cada dos semanas, se acercaba a visitar a los ancianos y a aquellos con enfermedades crónicas, por si era necesario hacer algún ajuste en sus tratamientos. Fue en una de estas visitas cuando mi madre comentó mi caso con el doctor. Sin embargo, el hombre le quitó cualquier gravedad al asunto. Dijo que, si yo no lloraba y no tenía síntomas de cansancio, es que estaba completamente bien. Dormir con los ojos abiertos era extraño, pero no imposible. Así que me recetó un colirio, y mi madre nunca más volvió a hablar de ello con nadie.
A medida que fui creciendo, yo también empecé a darme cuenta de que algo me sucedía. Me enfadaba constantemente a la hora de irme a la cama y no entendía por qué me obligaban a estar tumbado y quieto durante más de ocho horas todas las noches, ni por qué mi madre se quedaba esperando en el marco de la puerta de mi habitación hasta que cerraba los ojos. Me costó entender qué quería decir mi madre con eso de “Que tengas dulces sueños” cuando apagaba la luz de mi cuarto. Al fin y al cabo, yo era solamente un niño y no llegaba a comprender cuál era la finalidad de estar tanto tiempo en la oscuridad sin hacer nada.
Luego llegó el colegio y todo cambió para mí. Aprendí a leer y a escribir. Pero no sólo eso, sino que lo hice el doble de rápido que el resto de mis compañeros. El párroco del pueblo, que era también el maestro de los pocos niños de nuestro pueblo, estaba sorprendido de mi inteligencia y repetía a mis padres y a todo aquel que quisiera escucharlo, que yo era un genio. Pero yo era plenamente consciente de que no era ningún genio, simplemente tenía el doble de tiempo que los demás chiquillos. Desde el momento en que el cura empezó a darnos clases, yo comprendí que nunca más tendría que esperar aburrido en la cama la llegada de un nuevo día.
Leía todas las noches. El señor cura me prestaba todos los libros que había en la iglesia del pueblo, que disponía de una colección no muy extensa pero sí variada, formada por los libros que habían ido depositando cada uno de los párrocos que habían pasado por nuestro pueblo. Fue así como, a los quince años de edad, ya tenía más conocimientos que la mayoría de los estudiantes universitarios de mi época, principalmente de filosofía y teología.
Mis padres, alentados por mi maestro, decidieron, haciendo un mayúsculo esfuerzo, enviarme a estudiar a la ciudad. Allí, alojado en una humilde residencia de estudiantes, fue cuando mi talento explotó. Ahora no tenía que estudiar a la luz de una vela para no ser descubierto en medio de la noche. Ahora todos los libros de todas las temáticas estaban a mi disposición con sólo acudir a una biblioteca. A los dieciséis años fui admitido en la universidad y, solo tres años más tarde, presenté mi tesis doctoral. Mi increíble carrera llamó la atención de una empresa que colocó tantos ceros en mi contrato que me fue imposible negarme. Todo parecía posible para mí, era dueño y señor del tiempo, y las noches, ese período de reposo y calma para todos, eran mi momento de mayor productividad.
Y, a pesar de todo esto, no estaba contento. Podía hacer todo lo que quisiera. Nunca me faltaba aquello por lo que todos rogaban. Siempre tenía tiempo. O, al menos, siempre tenía más tiempo que los demás. Pero había algo que me faltaba, algo que yo no conocía, que no había experimentado jamás. Por mucho tiempo que tuviera, por mucho dinero que ganara, había algo que jamás poseería. No tenía sueños.
Poco a poco, me fui alejando de la gente. Cada día que pasaba me volvía más huraño y me encerraba más en mí mismo. No quería saber nada de nadie. Los envidiaba. Yo sabía que, cada noche, mientras yo trabajaba, ellos se encontraban en el maravilloso mundo de los sueños. Un mundo donde todo era posible. Un sitio donde se iban forjando sus ilusiones y sus esperanzas. El lugar de nacimiento de sus fantasías. Un espacio que me había sido vedado y al que, por más que me esforzara, no podía entrar.
Por ese motivo, empecé a escribir. Al principio, motivado por el resentimiento, mis escritos hablaban de odio, de guerras y venganzas. Imaginaba terribles sucesos, historias espantosas y aterradoras, plagadas de muerte. Pero, paulatinamente, empecé a crear aquello que imaginaba que soñarían los demás. Escribía y escribía. Dejé mi trabajo y todo mi tiempo, absolutamente todos mis días y mis noches, los dediqué a escribir. Mis historias se llenaron de esperanza, de amor, de alegría. Y descubrí que una de las mayores virtudes de los hombres es la capacidad de soñar, pero aún más grande es el poder de quienes sueñan con los ojos abiertos.
Y así, finalmente, soñé. No solo en la quietud de la noche o en el refugio de mis palabras, sino también en la claridad del día, en la vida misma. Soñé con los ojos bien abiertos, y me atreví a creer que esos sueños podían hacerse realidad. Dejé de temer al fracaso, de rendirme ante la desesperanza. Encontré en cada palabra una semilla de felicidad, en cada historia una pequeña verdad sobre la vida y sobre mí mismo.
Escribir ya no era solo una vía de escape; se convirtió en mi forma de ser, en mi manera de entender el mundo y de relacionarme con él. Y en ese acto constante de creación, en ese ejercicio diario de soñar y dar forma a lo que soñaba, fui feliz. Descubrí que no importaba si mis historias cambiaban el mundo o simplemente tocaban el corazón de una persona; lo importante era que, a través de ellas, había encontrado mi paz, mi propósito, y una alegría que antes creía inalcanzable.
