—¿Qué ves en el mar?
Giré la cabeza hacia él con rapidez al oír su pregunta. No estaba muy seguro de haberla escuchado correctamente. Una mueca de curiosidad y duda marcaba su rostro. Seguí callado, esperando alguna explicación por su parte.
—¿Qué ves en el mar? —repitió.
—¿Cómo que qué veo en el mar? No te entiendo.
—Sí, qué ves. Cuando te detienes un rato, como ahora, a mirarlo. ¿Qué es lo que ves?
—Pues… no sé. Mucha agua, sobre todo… A veces, algún barco al fondo. Y poco más. Tampoco hay mucho que ver, ¿no?
Sonreí, pensando que él me devolvería la sonrisa, pero no lo hizo. Continuó serio durante varios minutos. Luego volvió la vista al horizonte y suspiró.
—¿Nada más? —dijo.
Su insistencia empezaba a preocuparme. Había conseguido hacer que saliera después de pasar toda la noche en vela, y lo último que quería era mantener una conversación filosófica sobre el sentido de la vida.
—Yo a veces lo miro y veo cosas —dijo—. Bueno, realmente no las veo, porque sé que no están ahí. Quiero decir que las imagino, que sueño con ellas. No lo sé explicar muy bien. El mar es un poco como un lienzo en blanco para mí.
—Pero eso nos pasa a todos, ¿no crees? Supongo que cualquier lugar tranquilo y silencioso puede servir para hacer volar la imaginación.
—Puede ser… Pero no me pasa en ningún otro lugar. Quizá lo que más se le parece es mirar hacia arriba, hacia el cielo, un día despejado y sin nubes. Solo la inmensidad de un cielo azul. Pero no es exactamente lo mismo. Lo que me pasa… solo me pasa frente al mar.
No sabía qué contestarle, y me quedé en silencio. Él tampoco dijo una palabra más. Parecía hipnotizado. Seguí con la vista la dirección de su mirada: estaba fija en el vaivén de las olas, en su ir y venir eterno. Una tras otra. Una tras otra.
—¿No me vas a preguntar qué es lo que veo? ¿No tienes ningún interés?
—No, no es eso. Es que…
—Veo la orilla de enfrente —me interrumpió—. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Y veo muchas personas alegres. Al menos, a mí me parece que lo están. Hace mucho tiempo que no veo esa felicidad en la cara de la gente.
—Son sueños bonitos…
—Hace dos meses vi a nuestra hermana, ¿sabes? Nunca la había visto sonreír de esa manera. No me explico cómo pude imaginarla así, con ese aspecto…
—Mira, creo que lo mejor es que volvamos. Llevamos un rato fuera, y Padre debe de estar preocupado por nosotros.
—Padre y Madre están allí, bailando. ¿No los ves? Déjame verlos bailar aunque sea una vez.
A lo lejos, aullaba una sirena antiaérea. Luego, aquellos malditos truenos. Luego, los gritos. Y luego… nada.
